miércoles, 16 de diciembre de 2015

Él no lo sabe



Tiene linfoma medular, y se muere. Él no sabe que se muere. Como en las películas, no será hoy, no será mañana, pero algún día. Gracias a la quimioterapia, de la que hoy hemos aprendido que en gatos no cura este tipo de cánceres, sino que únicamente lo frena (si hay suerte y responde a él), podemos conseguirle algunos meses más. Eso él tampoco lo sabe.

Ni él ni nosotros sabemos, de hecho, qué tal va a tolerar esa quimioterapia. Nos han hablado de posible anorexia, bajo estado de ánimo, vómitos... Hoy, su primer día del resto de su vida, no ha parecido importarle en absoluto. Ha comido con más ganas que siempre (que tampoco son muchas), ha jugado un poco, ha sido como cualquier otro gato paralítico positivo a leucemia que empieza a comerse los dedos de sus propias patas insensibles. Pero él ni siquiera sabe que esos son sus dedos y que no es buena idea comérselos. Sobre todo, ahora que su cuerpo va a tener muchos problemas para regenerarse. Pero eso él tampoco lo sabe. Le hemos vendado la zona y en breve Marta le confeccionará unos estupendos calcetines a prueba de bocados. Eso tampoco lo sabe; se lo reservamos de regalo de Papá Noel, junto con una especie de silla de ruedas enfocada en la rehabilitación que le montaré en unos días para ver si se anima a moverse un poco más rodando de aquí para allá. Quizá no le guste, quizá no funcione. Eso no lo sé yo.

Lo que él si sabe, y Marta, y quien esto escribe, es que está recibiendo todo el cariño que no podía ni imaginar hace apenas unos meses. Que está calentito en casa, comiendo cosas ricas, tumbado al sol, mirando por la ventana a la gente pasar, rodeado de nuestros otros peques, que hacen exactamente lo mismo. Quien le viera, si no fuera por el empapador, las vendas en los pies y los trasquilones aquí y allá por sueros y pruebas varias, ahora mismo no podría saber que no es un gato cualquiera.

Pero el pequeño Curro no es un gato cualquiera. O quizá sí, de los miles de callejeritos que han tenido la mala suerte de sufrir una enfermedad que les predispone a generar cáncer. Una enfermedad demasiado común, junto con la inmunodeficiencia felina. Una enfermedad que me hace tener un poco de enfado contra el mundo, al pensar en que, probablemente (o quizá estoy siendo muy ingenuo), si se juntaran ciertos esfuerzos económicos a nivel mundial por parte de protectoras y simpatizantes (sobre todo en lugar de destinarlos a pseudoterapias sin fundamento para estos animales, como la homeopatía, el reiki o la acupuntura), si se gestionaran adecuadamente esos recursos en un laboratorio de investigación vírica, quizá podríamos encontrar un tratamiento que las curara. Y quizá incluso, en mi mundo ideal, les sobrara lo suficiente para desarrollar una quimioterapia que fuera un poco más equiparable a la humana. Una que no sólo frenara en lo posible el cáncer, sino que lo atacara hasta su médula. Literalmente, en este caso.

El pequeño Curro no sabe nada de esto. No sabe lo que le espera (aunque nosotros sí sabemos que, antes de hacerle vivir un padecimiento extendido artificialmente, pararemos el tratamiento e intentaremos que se vaya en paz). Leyendo hace poco sobre la leucemia, en algún lugar decían que "ningún gato lleva grapado a la pata cuánto le queda". Ningún gato ni nadie, claro. Él no sabe cuánto le queda, ni nosotros tampoco. Lo único que le importa, como a nosotros, es que el tiempo que podamos compartir la improbabilidad de la existencia sea lo más agradable posible.